5 dic 2005

Sed de mal


En una novela policial el autor engaña una y otra vez al lector con datos ciertos hasta develar quién es el asesino. Hay una ética del engaño que recorre el relato donde el narrador, protagonista o no de la trama, pone en claro las reglas del juego a su competidor inmediato. Con la resolución del enigma al final de la madrugada, el lector podrá saborear un cigarrillo con la satisfacción del deber cumplido y la tranquilidad que nunca caerá en la desgracia planificada por el escritor de turno. El miedo y la angustia que le hizo vivir el texto no está en la realidad de todos los días: permanecen en estado latente en un estante de la biblioteca hasta que aparezca la próxima víctima. Tranquilo, mira por la ventana sin temor porque los protagonistas de la historia están atrapados entre de dos tapas prisioneros del papel.
También hay historias de asesinos que están grabadas en la memoria del pueblo. Historias que el periodismo escribió en su primera versión y que la gente recreó desde la tradición oral, luego los escritores dieron testimonio desde los más diversos lugares: el género policial, la ficción y la “no ficción”, curiosa forma de referirse a la realidad por la negativa del simulacro: si no la nombramos sacamos el pasaporte para utilizar nombres y apellidos, lugares y fechas sin el lastre del estatuto de la verdad, para navegar por las tranquilas aguas de la verosimilitud con un discurso convincente que cambie algunas cosas para no cambiar nada. Así, aunque la víctima haya muerto de una sola bala, bien podemos vaciarle un cargador en la cabeza o describir cómo se apaga la luz de la mirada del caído en desgracia para regocijo del asesino, del lector y por qué no del autor y el editor (cuando se trata de vender nunca esta de más un bonus track de sangre y sadismo).
Hay dos personajes de la crónica policial tratados por los periodistas del diario La Opinión Osvaldo Soriano y María Moreno, en la década del setenta: Carlos Eduardo Robledo Puch, un asesino serial que entre mayo de 1971 y febrero de 1972 cometió 11 asesinatos, participó en tres violaciones y por lo menos 30 robos; y Cayetano Santos Godino, “El Petiso Orejudo”, apresado en 1912 después de asesinar a varios niños a los que ahorcaba con un piolín que usaba de cinturón o los quemaba.
La nota sobre Robledo Puch salió en el suplemento cultural del matutino que fundó Jacobo Timerman “con la reconstrucción de los hechos según todos los testimonios existentes hasta entonces”, según apuntó Soriano en su libro Artistas, locos y criminales. Distinta suerte tuvo Moreno porque cuando intentó tratar el tema del Petiso en la sección Vida Moderna del diario “en clave de investigación e historia de vida” su artículo fue rechazado por “subversivo”, recordó la escritora. Después de un segundo intento fallido en forma de libro llamado Santo llegó a la versión final de la historia con El Petiso Orejudo, un título de la colección Memoria del Crimen que editó Planeta en 1994.
“¿Qué culpa tengo yo si no puedo sujetarme?”, se preguntó Santos Godino frente al médico del hospital psiquiátrico donde estuvo internado antes de ir a prisión. “A Godino se lo convirtió en el arquetipo del loco inmigrante cuya sangre se pudre al compás de la degeneración de la especie”, escribió María Moreno en un artículo sobre la “cocina” de su obra. No sólo describe los crímenes de “El Oreja” sino que indaga en el interior del criminal, tal vez en la búsqueda de una respuesta.
“No podía dejarlo sufrir. Era mi amigo” fue frase de circunstancia que dijo Robledo Puch cuando contó el asesinato de su cómplice Héctor Somoza, a quien después le quemó la cara y las manos con un soplete para borrar las huellas. “Al matar a Somoza, Robledo se ha aniquilado a sí mismo. Unas horas más tarde, la policía lo arresta frente a su casa”, revela Soriano en el primer párrafo de su nota y da un dato revelador: la Bestia humana, la Fiera humana, el Muñeco maldito, El verdugo de los serenos, El Unisex, El gato rojo, El tuerca maldito, Carita de Angel, El Chacal, tiene sentimientos. Pero el periodista esconde aún el por qué fue descubierto. Ahí comienza la historia que concluye con un mensaje moralizador: “Robledo Puch desnuda la apetencia arribista de algunos jóvenes cuyos únicos valores son los símbolos del éxito: ´Un joven de 20 años no puede vivir sin plata y sin coche´, ha dicho el acusado. El tuvo lo que buscaba: dinero, autos, vértigo, para ello tuvo que matar una y otra vez, entrar en un torbellino que lo envolvió hasta devorarlo. Cuando mató al primer hombre, Robledo Puch ya se había aniquilado a sí mismo.”
Hay una seducción que ejercen estos personajes para que periodistas y escritores busquen una óptica que se aparte de la crónica amarilla y sangrienta. Ellos necesitan una buena historia con información veraz para contarla desde la literatura con la pretensión de desentrañar cómo estos hombres se inventaron a si mismos y a una “no ficción” que tuvo lugares, fechas, horas con cadáveres en la morgue y policías obsesionados por las pesquisas. El escritor sostiene el relato de la ficción desde el dato cierto para inventar un tiempo que vincule pasado y presente, un estadio donde es víctima y victimario; asesino y policía; juez y parte de un caso con final cerrado (todos sabemos como termina: los malos nunca ganan) aunque es él quien elige las palabras exactas que conducen a la solución de un enigma que se aleja de la novela policial clásica: porque la sangre es lo único que calma la sed del asesino.


Marcelo Massarino

Publicado en la revista Séptimo Día.
Año II. Nº 5. Diciembre de 2000.

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