26 dic 2005

La novela de la vida


Hubo en Buenos Aires una narradora que con su propia vida construyó su obra. Desconocida para el gran público, Nira Etchenique se destacó en un género que perturba a más de un escritor: cuando la historia es uno mismo.

En la ciudad de Buenos Aires hubo una llamada Generación del ’60: poetas, escritores, letristas del tango y músicos que, recién hoy -cuarenta y cinco años después- es reinvidicada porque impuso en la cultura un tinte costumbrista, hasta ese momento patrimonio de los tangueros. En muchos casos se quiere limitar la influencia de esta Generación al ámbito político por su compromiso en aquellos días turbulentos con más autoritarismo que democracia. Tiempos de una efervescente situación internacional que movilizaba a la juventud. El propio Juan Gelman señala que reducirla a la poesía política es un “malentendido”, porque sus integrantes tenían “un desenfado que ayudó a que los poetas se liberaran de determinados moldes”. Como dice Carlos Patiño, una Generación que “escribía ‘como sentía’ de los temas que ‘sentía’, de la forma que ‘sentía’ y esto la galvaniza y legitima”. La lista de nombres incluye a Alejandra Pizarnik, el propio Gelman, Roberto Santoro, Olga Orozco, César Fernández Moreno y Lubrano Zas, entre otros, junto al movimiento de la Nueva Canción con Armando Tejada Gómez y Hamlet Lima Quintana. Todos bebían de las mismas fuentes: Nicolás Olivari, Macedonio Fernández, Mario Jorge de Lellis, Raúl González Tuñón, Luis Luchi, Humberto Costantini y los poetas del tango Evaristo Carriego, Cátulo Castillo, Julián Centeya, Homero Manzi y Nicolás Olivari. Eran los días del Instituto Di Tella y de las revistas literarias el Grillo de Papel, El Escarabajo de Oro y Hoy en la Cultura. En ese contexto, una mujer es considerada una de las mejores voces de aquella Generación: Nira Etchenique, valorada por sus colegas, aunque careció del reconocimiento popular. Escritora de ensayos, cuentos y novelas, también compuso letras de tango y ejerció el periodismo en diversas redacciones, como Aquí Nosotras y La Semana. Más tarde, forzada por la situación política, se refugió en los trabajos de corrección para editoriales.
Su nombre real fue Cilzanira Edith Etchenique y nació en el barrio de Flores un 26 de marzo de 1926. Tuvo cuatro hijos: Pablo, Claudio y Gabriela, junto a Montague Adelfang; luego a Sandra con Mario Jorge de Lellis. Falleció en el atardecer del sábado 6 de agosto de este año en su departamento del barrio de Congreso. Un artículo del historiador Roberto Selles, unas líneas en Clarín y un despacho de agencia dieron cuenta de su muerte víctima de cáncer. Poco antes recibió un homenaje por parte de la Secretaría de Educación del Gobierno porteño, que publicó una breve antología para distribuir entre estudiantes secundarios. Queda aún una novela inédita que su amiga, Lucía Laragione, está empeñada en publicar.
La Vasca Etchenique dejó una obra que si bien no es numerosa, alcanzó para que escritores como Andrés Rivera, Ricardo Piglia, Ana María Shua y Griselda Gambaro la consideraran una de las mejores escritoras contemporáneas, en especial por la ductilidad con que trabajó el género autobiográfico. Desde 1952 cuando publicó el libro de poemas Mi canto caído, su producción literaria incluye casi mil cuentos en revistas femeninas como Vosotras, algunos de los cuales firmó con seudónimo para eludir la censura de los militares que la condenaban por su compromiso político y sindical. La lista continúa con Esta tierra puesta en soledad; Horario corrido y sábado inglés, Faja de honor de la SADE; los ensayos Alfonsina Storni y Roberto Arlt; Diez y punto; Sur; Ultimo oficio; Tempestad es la palabra; las novelas Persona, premio Fundación Dupuytren, y Judith querida; Vox Populi, el cuento que da título al libro ganó el premio Ciudad de Barañain, Navarra, España, y la señalada antología de mayo de 2005 para estudiantes porteños.
En los años sesenta Nira frecuentaba los ámbitos culturales y la calle Corrientes era el lugar donde la bohemia porteña gestaba una explosión añorada aún hoy por algunos de sus protagonistas, pero desconocida para los jóvenes del siglo XXI que transitan esas mismas veredas y frecuentan los mismos bares. “Luchabamos y disfrutábamos de la vida. Eramos capaces de pelearnos por un poema, por una idea y amigarnos con un vaso de vino en una cantina”, recordaba. La ruptura de su pareja con Mario Jorge de Lellis inspiró Diez y Punto, una serie de poemas sobre “una historia de amor que, al mismo tiempo, es una despedida que sólo pudo haber sucedido en aquel Buenos Aires. Fueron escritos para alguien a quien amaba”, recordó en abril de este año durante un homenaje en La Manzana de las Luces. “Pregunto por la muerte y me pregunto/ por dónde te quitaron de mi sangre,/ quién fue, quién quiso, quién estuvo,/ comiéndote el amor con dientes grandes./ Ahora ya me callo, es el crepúsculo./ El sol se agarra a dios como a un ahogado”, escribió en el final de una relación con un De Lellis gravemente enfermo, quien murió un año después, el 14 de noviembre de 1966. En esas poesías y más allá de los personajes nunca mencionados pero reconocidos por todos, tenemos una pintura de la época, de sus valores y la presencia del tango como melancolía, el bar, el dolor y la rebelión que brota en cada verso: “No concedo perdón, quiero venganza./ Este libro es verdugo de mi misma./ Diez poemas de amor y de castigo/ y un suicido común que aquí nos mata”.
Con los textos de Diez y Punto grabó un disco musicalizado con el bandoneón de Rodolfo Mederos y producción de Manuel Matus. También participó de dos espectáculos donde mezclaba literatura y música: Como con bronca y junando, en 1968, con la participación de Nelly Prince, Mabel Manzotti y Carlos Barral y, en 1971, Tiempo de tango y tempestad, con la dirección de Marcela Sola. Amiga de Cátulo Castillo y Julián Centeya escribió los tangos De charco y jazmín, junto a Héctor Stamponi; Réquiem para Discépolo; De mi barrio, Flores; Chau viejo y Fue la ciudad, todos con Sebastián Britos, y Nelly de barrio, con Roberto Selles y Alfredo Lescano. Selles, historiador y miembro de la Academia del Tango, opina que “la poesía de Nira era de avanzada para el gusto popular, como sucedió con Horacio Ferrer y Juan Carlos La Madrid. Ahora, a la distancia, se puede entender mucho más”. Sus letras fueron cantados por Rosita Quintana, Fernanda Rusek, Alberto Vega y Daniel Loustau, entre otros.
La impronta autobiográfica que Nira Etchenique incorporó a su obra fue esencial. Ricardo Piglia la consideró “una escritora secreta y sutil”. Ante la aparición de Judith querida (Corregidor), señaló que “ha escrito otra novela admirable en la que vuelve a imaginar y a recordar su experiencia y su vida”, un libro que “está destinado a convertirse en un clásico –a la vez irónico y sentimental- de nuestra riquísima tradición autobiográfica”. Para Andrés Rivera se trata de una obra “de excepción. Conforta al lector y lo envuelve en una ternura como pocas veces encontré en la literatura”.
La novela Persona, que editó Sudamericana, está inspirada en la vida de su padre Ricardo. Nira recordaba que “una lectora sensible me llamó un día y me dijo ‘lloré mucho cuando leí tu libro’. Y yo le respondí ‘¿y vos qué crees que hice mientras lo escribía?’”. Decía que “la tristeza es un lugar de inspiración, un sentimiento creativo que no tiene nada que ver con la depresión ni con bajar los brazos, porque es un sentimiento que nos hace observar la realidad con una especie de receptividad que solamente la ‘carne viva’ puede recibir”. Profundizó la veta autobiográfica en Judith querida, una historia que tiene como eje su relación con una amiga, los recuerdos de su papá y su hermano y de sus esposos. También las imágenes de sus hijos: la muerte de Gabriela -la tercera- quien le dejó dos nietos a quienes crió y la obligada salida de la Argentina de Sandra, “quien ya sin padre –a los diecisiete años- partiría a un exilio definitivo perseguida por la sombra asesinada de sus compañeros de escuela, y sintiendo en los talones aquellos feroces tarascones con que la dictadura insistió hasta el momento mismo en que sus pies subían por la escalerilla de un avión melancólico y borroso”. También pone en palabras cómo su hija menor se enteró de la muerte de su padre: “En ese departamento escribí Ultimo oficio, a los cuarenta años, seis meses después de que Mario de Lellis muriera y yo, que era para ciertas cosas tan cobarde como hoy, comencé a mandarle cartas a Sandra firmándolas como papá, cartas que Gabriela le leía y en las que él le contaba sus viajes por mares azules entre vientos de esos que asustarían a nenas como ella. Entonces, yo escribía los versos de Ultimo oficio, y la hija de Mario se quedó paradita junto a mi escritorio y me miró llamándome con la mirada. Le bajaban por la cara unas lágrimas demasiado grandes para un cuerpo tan pequeño. Me dijo mi papá murió. No me lo preguntó, me lo dijo como si yo no lo supiera. Caía el domingo, estábamos solas, y desde el jardín venía una luz de verano agonizante. No llorés, suspiré. Y Sandra de Lellis, de la que siempre supimos que era maga, respondió: no soy yo la que llora, son mis ojos. En un perfecto endecasílabo. El mismo que remató definitivamente el más bello poema de mi libro.”
Siendo una joven militante del Partido Comunista pasó por el Asilo San Miguel “alojamiento exclusivo de prostitutas, al que Perón arrojaba a las intrépidas universitarias que nos inmolábamos en manifestaciones y pegatinas, cuando todo el estudiantado reaccionó ofendido como un pequeñoburgués toqueteado en las nalgas a la astutísima consigna de alpargatas sí libros no”, escribió en uno de sus libros. En 1962 viajó a Cuba junto a un grupo de intelectuales argentinos y en 1971 se integró al frente de intelectuales del Partido Socialista de los Trabajadores, que fundaron Nahuel Moreno y Carlos Coral, y fue editora responsable de La Yesca, una publicación financiada por el PST, agrupación que abandonó en 1978.
Cuando tenía 16 años entró al Instituto Pablo Pizurno, que estaba en la esquina de Bolivia y Gaona, para aprender taquigrafía. Allí conoció a su director, Atilio Ramaglia, y a sus profesores, quienes “vivian en la marginalidad intelectual a contramano de todo, con una honestidad fuera de uso y un idealismo que no servía para comprar comida. Tenían una pasión por el conocimiento que era como un incendio. Uno me llevó a ver Iván, el terrible; un vasco me enseñó canciones republicanas y hasta me convenció que Franco había matado a los indios ranqueles, mientras que otro me daba lecciones de francés. Y todos me hablaron de la justicia, de la libertad, del socialismo, de la poesía y del amor”.
En 1980 partió rumbo a Brasil junto a su pareja Horacio Paolo, a quien le faltaban unas materias para recibirse de médico. Vivió en Resende y otros pueblos del estado de Río de Janeiro. De aquella experiencia que terminó en 1988 surgió el cuento Vox Populi, “mi mejor obra”, donde el doctor que aparece en la ficción está inspirado en el propio Paolo. La escritora Ana María Shua expresó respecto de este último relato: “lo leí con placer, con admiración y con asombro. Y me pregunto ¿por qué ese libro extraordinario no había logrando la difusión que merecía? ¿Dónde estaban las críticas, los comentarios que debieron celebrarlo?”. Shua considera que la cuentística de Etchenique la emparenta con Juan Carlos Onetti y Andrés Rivera por la profundidad y el desagarro con que enfrenta la condición humana. Pero lejos del juego de repeticiones, su prosa tiene una música propia, única, personal, digna de la gran poeta que fue.”
A pedido de la familia utilizó su máquina de escribir para grabar el sonido de las teclas que quedó registrado, junto a su voz, en una producción multimedia de Diez y Punto que editó Baires Popular, gracias al trabajo de Amilcar Romero, quien en la despedida final escribió sobre Nira: “Ya gozó de la suficiente cuota de marginación y silencio. La sociedad argentina se tendría que dar por enterada y ponerse de luto por tener que dar de baja a una gran intelectual y a una ciudadana sin par, sin obra social, sin jubilación y premiada con trabajo en negro de toda laya.”
Vivió la vida con la pasión que le impuso una Generación que “peleaba y resistía contra casi todo”. También con una sensibilidad que le permitía atrapar recuerdos y convertirlos en palabras cálidas y emotivas aun en los momentos más difíciles. Pocos meses antes del final, en pleno combate contra el cáncer, contó que a pesar de todo era la misma de siempre: “yo no cambié nada, todavía en los crepúsculos de los domingos, suelo llorar.”

Marcelo Massarino

Publicado en Revista Sudestada, edicion nº44, noviembre de 2005.

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