Por Ariel Scher*
Ahí, enfrente del Río de la Plata, donde la primera oscuridad era el color del agua del puerto y la segunda oscuridad era personal y se hundía en el alma porque en un barquito acababa de irse alguien querido, ahí, ahí mismo, una tercera oscuridad, la del tiempo, traía toda la preocupación: en una hora, apenas una hora, había que llegar hasta la otra punta de Buenos Aires, o casi del mundo, porque la tarea de cronista del ascenso imponía cubrir un partido en San Miguel. Trabajador de ingresos menguados pero de entusiasmos no menguados, el cronista aceleró una determinación que le hizo nacer una cuarta oscuridad, una que no residía ni en el agua ni en el alma ni en el tiempo, sino en el bolsillo: tomar un taxi. No se trataba de cualquier determinación: un taxi desde el puerto hasta San Miguel representaba en la primera parte de la década del ochenta -y, en verdad, en cualquier otra época de la Argentina- más que la paga por cubrir el partido y, acaso, varios partidos. No obstante eso, el cronista no se retractó. La decisión estaba tomada.
El cronista alzó la mano casi cerrando los ojos, no fuera cosa que mirar y ver al taxi frenando le concediera la posibilidad de algún arrepentimiento. La voz joven pareció vieja cuando, apenas por encima del volumen de un susurro, dijo exactamente tres palabras que jamás pensó que diría alguna vez arriba de un taxi: “A San Miguel”. Enseguida, siguió un silencio más penetrante que los ruidos de la calle y que los ecos de todo el puerto. El taxista giró la cabeza como si un ejército entero lo obligara a hacerlo, agrandó los ojos como si necesitara meterles al universo adentro y, finalmente, soltó, también él, aunque a modo de pregunta, esas mismas tres palabras: “¿A San Miguel?”. Fue todo. Absortos, perturbados, incrédulos, pasajero y chofer no pronunciaron nada más. El taxi arrancó.
Diez cuadras después, cuando el reloj del taxi anticipaba que en un rato marcaría una fortuna, el conductor carraspeó dos veces, se concedió un tiempo corto, ensayó su tercer carraspeo y dejó que le saliera la voz para hacer la segunda pregunta del viaje. Corresponde precisarlo: eso que moduló tuvo estructura de pregunta, sonido de pregunta y estilo de pregunta, pero, sobre todo, tuvo el contenido de un milagro. Esta era la pregunta: “Joven, discúlpeme, ¿va a ver a Juventud Unida?” El cronista fue entonces quien percibió que otro ejército le hacía girar la cabeza y que extendía los ojos para hacerle lugar a dos o a diez universos completos. Sólo luego de ese asombro igual a una inmensidad, contestó lo que pudo y cómo pudo. Dijo “sí”.
“Me imaginé”, se explayó, más relajado, el taxista, intuyendo que debía dar respuesta a algo que el cronista, si rompía la sorpresa que le atrapaba la lengua, iba a preguntarle. “Me imaginé –repitió- porque hoy tenemos un partido muy bravo y va a ir mucha gente, muchísima”. El cronista quiso, realmente quiso, explicarle que su situación era otra, que no era hincha sino cronista, y que atravesaba Buenos Aires, o casi el mundo, para llegar hasta San Miguel movido por la obligación del trabajo y no por la tentación del afecto. No hubo modo de aclararlo. De allí en adelante, el taxista narró paso a paso, partido a partido, gol a gol, alegría a alegría, tristeza a tristeza y sábado a sábado, la historia de pasión y de identidad que lo enlazaba casi desde la cuna a Juventud Unida. Habló de cómo acomodaba los horarios para no perderse la cancha, evocó a amigos que ya no estaban, repasó anécdotas sencillas, describió los rostros extrañados de los otros cuando avisaba de qué club era hincha, y llegó hasta San Miguel a través de atajos que, seguro, no conocía nadie más. Sabedor de los secretos de partidos distantes de la fama, en las últimas cuadras se hizo tiempo para recordar la tarde en la que descubrió que la cancha de Midland estaba pegada a un cementerio, para conmoverse al mencionar a Borocotó y a Sacachispas, y para homenajear a un defensor de Atlas, robusto, tosco y, más que ninguna otra cosa, tenaz. No le faltó memoria para hacerle honor a algunos otros equipos. Y no le faltó arte para fascinar en cada relato.
Cuando el taxi llegó donde tenía que llegar, a la hora perfecta, el taxista acomodó el auto, le dio un breve descanso a su exposición y detectó de reojo al cronista a punto de pagarle el viaje. “No joven -se apuró casi a gritar-, ni se le ocurra darme un billete. Por algo somos de Juventud Unida...” Por empecinado o por sincero, el cronista insistió hasta que pudo explicarle que era eso mismo: un cronista y no un hincha. No fue fácil. Inclusive, no bien lo dijo, se dolió de que un hombre como ese hombre sufriera una decepción.
El taxista lo escuchó con la naturalidad de la gente calma, o sabia, o educada. “No se preocupe, joven -respondió, sin omitir, como en todo el trayecto, la palabra “joven”-, a esta altura es lo de menos. Le agradezco que me haya escuchado. Yo creo que ahora entiende lo que es el fútbol del
ascenso”.
El cronista vio que el taxista se iba, con una sonrisa generosa y con el tranco apurado que merecen los buenos partidos, y, de lejos, alcanzó a contestarle que tenía razón.
* Periodista y escritor. Autor de“Wing izquierdo, el enamorado y otros relatos”.
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