David Viñas
Lo conocí en 1970, cuando publiqué mi primer libro. Estaba leyendo en el café Astral, Rodríguez Peña y Viamonte, donde casi a diario iba a conversar con mi padre y mi hermano mayor. Fue atento, me invitó a sentarme a su mesa y me escuchó hablar de poesía, de política, de seres que comenzaba a descubrir. Le dediqué un ejemplar y pude transmitirle mi opinión sobre Los dueños de la tierra y artículos que venía analizando. Fue cálido y generoso. Siempre lo fue conmigo, en todo.
Con el tiempo me dio la oportunidad de conocer cada departamento donde se mudaba. Calles de una zona mítica: Viamonte , Corrientes y Uruguay, J.D. Perón, Córdoba, Piedras… luego otra vez al barrio. Ahora Tucumán, un solo ambiente. El único departamento que no conocí. Nos veíamos seguido. En Corrientes y Montevideo, un bar que alguna vez tuvo historia, en Tucumán y Montevideo, algo peor, con un nombre que prefiero olvidar. Estuvo en casa, estuvo en la Federación Libertaria Argentina. Una conferencia donde se sintió desconcertado –igual que yo– ante una carga inimaginable de populismo y ebriedad ideológica. Eso también caía. Luego fuimos a cenar con Rocío, cerca de Constitución. Tuvimos nombres comunes, historias, viajes que se relacionaban con la literatura pero también con la realidad, con lo polémico y lo sensual. Admiración e inquietud, como en cada uno de aquellos viejos anarquistas que conocí: polémicos, íntegros, arbitrarios.
Mi abuela se llamó Adelaida, el mismo nombre que la mujer con la cual se casó y tuvo hijos. Un gran amigo de su padre se llamaba Penelas, allá en el sur, en otros tiempos. Y seguían nombres: Casilda, Lola, Luis Seoane, Arturo Cuadrado…y la Guerra Civil Española. Hubo en tantos años encuentros y desencuentros. Con Ricardo Monner Sans hablamos de él. Con David, de la familia de Ricardo, del profesor José María, de las tías. Le agradaba el nombre de mis hijos: Emiliano y Lisandro. Lisandro, fuimos a verla con gran emoción. Las dos veces, las dos versiones. Viñas, un hombre con educación, con señorío, con conducta. Y elegante, seductor, bueno.
Vino el exilio, su exilio y luego el reencuentro, en un hotelito de la calle Montevideo, entre Corrientes y Sarmiento. Años duros para él, años de nueva energía, de nuevos proyectos. Literatura argentina y realidad política, una forma diferente de leer, una manera iniciática de la obsesión estética e ideológica. Una vez más desbordaba con su impulso, con su falta de medida. Nos contagiaba, para bien y para mal.
En más de una ocasión se preocupó por mí. Junto a Luis Zamora, eso lo supe mucho tiempo después. Y entonces venían otros nombres: Luis Franco, Luis Alberto Quesada, Luis Danussi, Luigi Pirandello. Siempre hablamos de política y también de literatura, de otra literatura. Hablamos como Charo o como Hugo Cowes. Fueron muchos años, intensos años de intentar recobrar lo que sabíamos perdido. Vivíamos la decadencia, las revoluciones frustradas, la corrupción y la imbecilidad en cada político, en cada intelectual. Aquí y en Latinoamérica, aquí y en Europa, aquí y en el planeta.Y soslayamos la muerte, la desesperanza. Hablamos de los alcahuetes de turno, de los lameculos de turno, de los oportunistas de turno. A veces no coincidíamos. Entonces conversábamos de otros temas. Le dije que estimaba a Horacio Tarcus, por ejemplo. Muchas veces nos mirábamos y nos quedábamos en silencio, callados. Haciendo un gesto, un ademán. Ya estaba todo dicho. Entonces volvíamos sobre las páginas de La Nación, con sus biromes englobando artículos, englobando números o titulares. Arrollador y sin tapujos -serio, ofuscado– su mirada era la de Balzac. Después, cada uno a lo suyo. Sin esperanzas combatía hipótesis, programas, parnasos y recovecos. Honesto, sin dobles intensiones. Utópico, tal vez.
Curiosamente me dedicó varios libros de su autoría. Creo haber leído todo o casi todo. Los últimos años me dolía su decadencia. Estaba más solo, más enfermo, más callado. El entorno social y político no ayudaba, seguía siendo vomitivo. Continué viéndolo hasta el final. Intenté ayudarlo. Pocos, muy pocos en estos últimos tiempos. Pepe, Ramona, Arturo, seres cálidos, sencillos, que lo vigilaban, que intentaban atenderlo, cuidarlo, protegerlo. Viñas siempre fue hosco y difícil.
Cuando se estaba por publicar una selección de la obra de Barret le hablé para que escribiera el prólogo; estaba cansado. Unos amigos de La Pampa me llamaron para que viajara para una conferencia. Ya no era posible. Recordábamos textos, historias, anécdotas. Sin volver al pasado. A veces hablamos de Ricardo Aldao, de la posibilidad de nadar otra vez en un pileta, de Ismael, de Contorno, de la facultad (de Viamonte, de Independencia, después de Puán), de Borges, de Walsh, de Conti, de Santoro. También nos gustaba recordar a Cámpora y a otros obsecuentes ilustres, comentar las comidas de Galicia o ciertas anécdotas de mi padre. Y de su padre, cuando polemizaba como un orador insurrecto subido a un auto en la esquina de Corrientes y Paraná. Siempre coincidimos en que intelectual no puede ser oficialista ni dogmático. Nos sonreíamos cuando evocábamos ciertos compañeros del PC o de la izquierda dogmática. Y de las revoluciones o los dogmas celestiales. Un hombre honesto, Viñas. Un hombre con contradicciones. Un hombre entero. Y salieron y vendrán obsecuentes a llenarse la boca. Historias, diría, escenografías, repetiría. Articulaciones de burócratas y caballeros con alfombras. Extrañaré esta amistad del siglo XIX. Pocos como él, pocos con sus agallas y su soledad a cuestas. Fiel a sí mismo, fiel a un carácter, a un estilo. Otrosí digo: nunca nos tuteamos.
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