Durante años tuve un recuerdo que no sabía si era pura imaginación.
De niño estaba trepado a la verja de mi casa, en La Tablada, y ví pasar a casi todo el barrio caminando por la calle. Las chicas iban con pantalones de botamanga ancha y ponchos; también con unos gorritos blancos que mi recuerdo les dio forma de conito de cumpleaños. Seguro que no iban a una fiesta porque no habría lugar en el mundo para que todos estuvieran alrededor de una torta; mucho menos para que cada uno tuvieran una porción. Sin embargo, iban decididos quién sabe a dónde.
La memoria insiste una y otra vez que ese gorrito blanco se movía de un lado para el otro, de un lado para el otro.
Años después me convencí que todo sería una fantasía porque ¿quién llevaría sobre su cabeza un bonete saltarín? Era claro, el pibe colgado de la verja que ve pasar a sus vecinos por la calle le agregó un toque de color cuando supo que toda esa gente iba a Ezeiza a recibir al general Perón.
— ¿A quién?, pregunté.
— Al General, el que sonríe en el espejo del colectivo, me contó el almacenero del barrio, Toto.
— ¿El de sombrerito?
— No, el otro… El macho, el quetejedi.
— Ah, ¡El Pocho!
— Ese, el que mandaba cartas desde Madrid y paseaba en motoneta.
Treinta y siete años después abrí un libro y me detuve en una foto. En primer plano hay dos chicas y detrás una mujer mayor que podría ser la madre. Las jóvenes tienen una sopapita pegada en la frente que sostiene una manito haciendo la V de la victoria, que se movía de un lado para el otro, de un lado para el otro.
Después llegaron los tiros de Osinde y un tipo al que subían de las orejas desde lo alto de un puente de la Ricchieri. Y me asusté.
Ahora sé que no imaginé aquel recuerdo metido en una foto. Y que esa foto tiene una historia. Una historia con muchachas peronistas.
Marcelo Massarino
Buenos Aires, 22 de octubre de 2010.
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