El tiempo distorsiona la realidad y el recuerdo adquiere un significado propio, distinto al que tuvo en el inicio. De todas maneras, la sensación íntima de felicidad o frustración es la misma. Hay un mecanismo que se pone en movimiento para que, cuando sentimos el aroma que sale de un almacén de barrio, evoquemos el perfume de una lata de galletitas recién abierta y la mano del almacenero que hurgaba en su interior para completar el cuarto de kilo. Un disparador es también la lectura. En su obra Los muertos no mienten el escritor Luis Gusmán recuerda que en su barrio de Avellaneda había un cine que un día quedó cerrado para siempre. “Inentendible, porque en ese tiempo, el de la infancia, el cine no tenía dueño, era de todos”.
En La Tablada sucedió algo parecido con el Martín Guemes, también conocido por su primera denominación: Palermo. Funcionó en la esquina de la avenida Crovara y Boulogne Sur Mer, La Matanza. Hoy el edificio es ofrecido por sus dueños para cualquier destino. Otras salas ni siquiera corrieron la misma suerte sino que desaparecieron, como el cine California, en Villa Insuperable. A los dos iba de niño con un volante que entregaban en la escuela con un programa de tres películas. Si mi mamá tenía una moneda, compartía una gaseosa con los amigos y algún sándwich que entraba de contrabando para achicar el gasto. No pretendo que los chicos del 2010 vuelvan al cine del 3 x 1 en la época de la televisión digital e internet. Sólo se trata de contarles que había espacios compartidos donde cada uno inventaba los sueños a su antojo, debajo de un haz de luz que salía desde lo alto de la pared del fondo. Son momentos que permanecen en la memoria colectiva, como el que relata Gusmán del San Martín, en su Villa Echenagucía natal: “En ese cine, cada 24 de junio se producía un milagro. Pasaban las películas de Gardel. Melodía de Arrabal, Luces de Buenos Aires, Cuesta Abajo, Espérame, El tango en Broadway, Tango Bar. Pero en cada aniversario, una vez que Gardel cantaba Mi Buenos Aires querido o Volver, el público que estaba en la sala comenzaba aplaudir y pedir un bis. Como si Gardel estuviera ahí, frente a nosotros. Y lo estaba. Entonces, el hombre que proyectaba la película la retrocedía y Gardel volvía a cantar. Una sola vez. Cada aniversario, una sola vez porque después del bis seguía un respetuoso silencio. La escena, por un instante, había quedado congelada. Después seguía, y la vida se ponía nuevamente en movimiento.”
Marcelo Massarino
Buenos Aires, 29 de septiembre de 2010
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