(Por Enrique Escande*) "Dicen que me fui de mi barrio, pero ¿cuándo? Si siempre estoy llegando...", murmuraba Aníbal Troilo. Fieles a sus tradiciones, cuervos y quemeros rescataron el pensamiento de "Pichuco" y se disponen a reanudar una historia esencial en el fútbol argentino.
Una fecha antes de que terminara el último torneo Clausura, San Lorenzo se proclamó campeón y su gente salió disparada del estadio a celebrar. Miles de hinchas fueron presurosamente a reunirse a San Juan y Boedo a cantar, a gritar, a saltar y bailar. Al otro día me enteré de que un canal de televisión envió un móvil con cámaras y a un periodista al obelisco, para registrar desde allí la fiesta cuerva.Error. A la media hora los enviados televisivos (de esos que, si los mandás a espiar tocan el timbre) encararon a toda velocidad por Cerrito, Lima, Independencia y no pararon hasta la Avenida Boedo. Minutos después el chamuyeta vociferaba frente al micrófono frases relacionadas con la identidad, el barrio, y la mar en coche.
Pocos días más tarde, Huracán obtenía el ascenso y los festejos tuvieron como centro de reunión y manifestación la Avenida Caseros. Hubo fiesta callejera, alegría cerca de los orígenes, aroma a barrio donde los malvones se aguantan el frío como en ninguna otra parte.
Me alegró esta circunstancia porque el fútbol recupera un clásico de rompe y raja, un derby (como dicen los ingleses) que mantiene su más pura tradición y que es la continuidad en el tiempo de los desafíos de barrio, de barrios pegados unos con los otros. Almagro, Boedo, Patricios y Pompeya para empezar, con sus prolongaciones en Barracas, Constitución, Caballito, Parque Centenario, Flores... Un fiestón que el fútbol añoraba y que "nuestro" fútbol se merece.
Recordé inmediatamente que hace años, en los tiempos en que las cantinas juntaban gente a lo loco cerca del Riachuelo, Boca celebraba los títulos en su barrio, donde montaba una especie de corso fenomenal, y que al otro día la televisión y los fotógrafos de los diarios iban a registrar imágenes de todo lo que se había pintado de azul y amarillo. Una verdadera fiesta "quinqueliana".
La modernización, entendida desde el empelotudamiento, llevó a Boca a organizar sus festejos en el obelisco, y ni hablar de River. No son de ahí, y pueden terminar no sabiendo de dónde son, si eso no ha ocurrido ya. Las fiestas populares en el mundo entero no son transferibles. A nadie se le ocurriría organizar el carnaval de Oruro en Potosí, a sacar de Sevilla a los seises, con sus zapatillas blancas de baile, y llevarlos en la Semana Santa a Madrid. A trasladar la feria romana de Porta Portese a Cinecittá.
A San Lorenzo lo sacaron a empujones de la Avenida La Plata y lo llevaron a la zona de Bajo Flores-Pompeya-Soldati, pero hace pocos días los cuervos (benditos cuervos diría Massa), tenían sobradas razones para celebrar y fueron al lugar al que tenían que ir, al que les ordenó el corazón. Al barrio.
Esta abrumadora muestra de coherencia se produjo también en las huestes huracanenses, y esto confirma que si Buenos Aires tiene un clásico tradicional, emblemático, puro, es el San Lorenzo-Huracán o Huracán-San Lorenzo. Por eso cobra relieve, por enésima vez, aquella frase que el gordo Troilo pronunció como la más maravillosa síntesis del porteñismo: "Dicen que me fui de mi barrio, pero ¿cuándo? Si siempre estoy llegando..."
El fútbol es un hecho cultural y debe tenerse en cuenta que, en nuestra sociedad, es indispensable la esencia que lo sostiene. Los argentinos interpretaron el juego en el último tramo del siglo XIX, y lo acunaron y arroparon con costumbres propias. Hay un fútbol argentino que, independientemente de técnicas y tácticas, sigue necesitando del potrero, de sueños y de respeto por las razones que lo han convertido en poco menos que una religión.
Si el club representa a un barrio y si los colores despiertan amores y pasiones no hay forma de trasladar esos sentimientos al Hilton. Es como poner un pickle en un bizcochuelo, o que hubiesen convocado los festejos en el obelisco.
Las celebraciones frente al monumento inaugurado en 1936, al que Gardel no conoció porque murió un año antes, han terminado generalmente con destrozos de faroles, vidrieras, contenedores de basura, plantas y algunas otras cosas. El fervor de los hinchas en San Juan y Boedo y en Caseros no fue motivo para que se destruyera nada.
Y ese es otro demoledor dato de coherencia. Nadie rompe el barrio o su casa. Festeja, gasta al rival, corea los nombres de los jugadores, manifiesta deseos inconmensurables de conquistas próximas. Esas son fiestas. Lo demás, cartón pintado.
* Periodista de la agencia de noticias EFE. Autor de Nolo: el fútbol de la cabeza a los pies (1992); La Viruta. Anécdotas del fútbol (1999) y Memorias del Viejo Gasómetro (2004).
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