El
texto de la escritora y periodista Gabriela Cabezón Cámara que publicó
la revista Ñ, en el marco de "Nuevas ficciones argentinas", remite a J.
Posadas, un argentino quien fundó el Partido Obrero Revolucionario
-Posadista- (POR-Posadista), de notable influencia en el movimiento
estudiantil y sindical entre los años '40 y '70. Esta corriente
troskista envió militantes internacionalistas a luchar en la guerra de
liberación de Argelia, uno de los cuales -obrero metalúrgico de
Avellaneda- es considerado un héroe del país africano. En la actualidad
su máximo dirigente es León Cristalli, hijo de Homero y
conocido por el seudónimo J. Posadas.
En Viaje al interior del Posadismo pueden conocer algunos detalles de la rica historia de esta agrupación que tiene su propia IV Internacional.
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Por Gabriela Cabezón Cámara
Flanqueado por una bandera americana y respaldado por el escudo de la Casa Blanca, se ve reír al gringo con carita de muñeco: una carcajada abierta, roja, como si vomitara una risa que hubiera preferido retener pero se le escapó por los ojos, la boca, la nariz. Desde un ángulo del cuadro, un rayo de luz blanca avanza cilíndrico durante tres o cuatro segundos de película y después estalla como una supernova, todo blanco, se diría que se acabó la película de no ser por las pequeñas manchas de todo film analógico. La supernova se achica y la rodea cada vez más oscuridad hasta que vuelve a verse la escena en cuadros temblorosos. Ahí donde estaba la cara de John Fitzgerald Kennedy hay un agujero negro que humea, enmarcado por pelos chamuscados y las dos orejas curiosamente enteras pero sostenidas por los huesos pelados de las mandíbulas. Alrededor, gente corriendo y una mano que se acerca a la lente hasta que vuelve el negro y ahí sí, el final del corto que me mostró el linyera del Lezama con el que tomaba mate después de correr por el parque. Vivía con los rusos que llegaron después de Chernobyl y que acamparon en el anfiteatro. Trató, y debe seguir tratando, de enseñarles castellano. Con paciencia de revolucionario volvía a empezar cada mañana: estaba convencido de que en sus muchachos, después de todo nietos de los forjadores de los primeros soviets de la Historia, había “una chispa de hombre nuevo”. “Ucranianos”, puntualizó él, León Posadas, como dijo llamarse y como efectivamente se llama, según pude comprobar. Se sentaba en el anfiteatro en posición de loto y se quedaba así una, dos horas. Más tarde, ya pasado el mediodía, leía los diarios que le prestaban los mozos del Británico. En alguno vio una de las pocas entrevistas que me han hecho. Soy escritora y la nota era por mi último libro, Un indignado en la asamblea de la capital marciana , una novela tildada de “oportunista” que, reconozco, pergeñé mientras ardía Europa y el gobierno británico desclasificaba sus Archivos X: los extraterrestres venían a la tierra, concluían, “con fines militares, científicos o turísticos”, es decir, por los mismos fines que viaja cualquiera. León leyó la entrevista, se las arregló para conseguir un ejemplar y una de nuestras mañanas de mate me dijo que la suya sí era una historia para un libro vendedor.
Flanqueado por una bandera americana y respaldado por el escudo de la Casa Blanca, se ve reír al gringo con carita de muñeco: una carcajada abierta, roja, como si vomitara una risa que hubiera preferido retener pero se le escapó por los ojos, la boca, la nariz. Desde un ángulo del cuadro, un rayo de luz blanca avanza cilíndrico durante tres o cuatro segundos de película y después estalla como una supernova, todo blanco, se diría que se acabó la película de no ser por las pequeñas manchas de todo film analógico. La supernova se achica y la rodea cada vez más oscuridad hasta que vuelve a verse la escena en cuadros temblorosos. Ahí donde estaba la cara de John Fitzgerald Kennedy hay un agujero negro que humea, enmarcado por pelos chamuscados y las dos orejas curiosamente enteras pero sostenidas por los huesos pelados de las mandíbulas. Alrededor, gente corriendo y una mano que se acerca a la lente hasta que vuelve el negro y ahí sí, el final del corto que me mostró el linyera del Lezama con el que tomaba mate después de correr por el parque. Vivía con los rusos que llegaron después de Chernobyl y que acamparon en el anfiteatro. Trató, y debe seguir tratando, de enseñarles castellano. Con paciencia de revolucionario volvía a empezar cada mañana: estaba convencido de que en sus muchachos, después de todo nietos de los forjadores de los primeros soviets de la Historia, había “una chispa de hombre nuevo”. “Ucranianos”, puntualizó él, León Posadas, como dijo llamarse y como efectivamente se llama, según pude comprobar. Se sentaba en el anfiteatro en posición de loto y se quedaba así una, dos horas. Más tarde, ya pasado el mediodía, leía los diarios que le prestaban los mozos del Británico. En alguno vio una de las pocas entrevistas que me han hecho. Soy escritora y la nota era por mi último libro, Un indignado en la asamblea de la capital marciana , una novela tildada de “oportunista” que, reconozco, pergeñé mientras ardía Europa y el gobierno británico desclasificaba sus Archivos X: los extraterrestres venían a la tierra, concluían, “con fines militares, científicos o turísticos”, es decir, por los mismos fines que viaja cualquiera. León leyó la entrevista, se las arregló para conseguir un ejemplar y una de nuestras mañanas de mate me dijo que la suya sí era una historia para un libro vendedor.